CATÓLICO CUIDADO CON LOS EVOLUCIONISTAS
Alberto Sáenz Enríquez

Eminentes y muy respetables intelectuales católicos o han sido, o son evolucionistas, o por lo menos, creen plausible la evolución de las especies, inclinándose por armonizar a esa teoría con la Palabra de Dios.

A la teoría de la evolución le ha ocurrido lo mismo que al geocentrismo, que aún a décadas o casi siglos de demostrarse una hipótesis fallida, sus seguidores la siguen presentando como verdad irrebatible, como si no hubiese sido demolida suficientemente.

Falacias tales como señalar a quienes demuestran su falsedad como "fundamentalistas" o como simples seguidores de un protestantismo fiel a la literalidad escriturística, no van a desmentir lo que proclaman los descubrimientos biológicos, los conocimientos que se han alcanzado, no mediante la lectura de la Biblia, sino del entendimiento de la embriología comparada, de los fósiles mismos y de las moléculas de la herencia.

Esto es Escritura, si, pero no lo es de ningún documento religioso, sino de las funciones y testimonios de la realidad biológica misma.

Todas las teorías de teólogos o filósofos religiosos que han defendido la evolución han nacido de un sentimiento de derrota, de creer erróneamente que la ciencia hubo llegado a desbancar a la Palabra de Dios y por ello reinterpretaron la Biblia en lo tocante al origen del hombre y las especies como alegorías, como símbolos, como cuentos piadosos.

Se creyeron que son auténticos todos esos fósiles presentados ante la opinión pública como legítimos testimonios de que hubo hombres-monos:

Se creyeron del pitecántropos - erectus, que no era sino un trozo de cráneo de gibón y una tibia humana hallada a cien metros de éste; se creyeron del sinántropos pekinensis, que no era otra cosa que una serie de vaciados trucados cuyos originales nadie ha conocido nunca, se creyeron incluso de fósiles de nuestro continente como el "proto-homo pampeanus" que resultó ser sólo la tibia de un félido o "el Hombre de Nebraska" que se reconstruyó por un simple colmillo que se demostró pertenecer a un pecarí; se creyeron de Lucy que no fue sino una mona bonoba, como aún hay muchas en el centro del continente africano, se creyeron pues del zinjántropo y el australopiteco que nunca pasaron de ser monos o se creyeron que el neanderthal era medio mono, cuando tuvo un cerebro mayor al nuestro y no era sino un hombre como usted o como yo algo cargado de hombros y de cráneo un poco hundido, como aún hay muchos feos entre nosotros...

Y si hemos de confiar en el testimonio de Stephen Jay Gould, el jesuita Teilhard de Chardin colaboró con Charles Dawson en la fabricación del Eoanthopos, sometiendo a unos baños de sulfuro la calota de un indígena oceánico con la mandíbula limada de un póngido, y presentándolos como un irrebatible eslabón perdido, el famoso "Hombre de Piltdown"..

Se creyeron de las series de caballos y elefantes en línea que aparecieron en LIFE y otras revistas famosas que estudiosos serios como Norman Mac Beth demostraron ser fósiles de especimenes de distintos tiempos y lugares, sin relación evolutiva entre sí; se creyeron de Stephen Jay Gould y otros que confundieron con plumas las excrecencias colágenas desprendidas de los organismos arrastrados por aluviones, con plumas, alegando que los pájaros provenían de los dinosaurios...

Se creyeron de Stanley Miller que sintetizando unos aminoácidos elementales -no levógiros- que ni siquiera hubieran podido nunca formar parte de una proteína, alegó que estaba a un paso de sintetizar una célula, como quien produciendo una canturreta para niños que teclean, hubiese estado a un paso de producir la "Missa Solemnis" de Beethoven.

Se creyeron de los que nos hermanaron con el chimpancé por el dichoso 98.06 por ciento de afinidad de ADN obviando que el chimpancé posee 48 cromosomas y el hombre 46, lo cual ofrece una brecha abisal de diferenciación.

Se creyeron y se creen, de todos esos bobos con doctorado que aparecen en canales mexicanos y extranjeros que siguen sacando la teoría de la evolución de entre sus mangas pues ya carecen en absoluto de argumentos científicos legítimos para sustentarla.

En fin, que ilustres personajes de la ciencia y de la Iglesia han llegado a confundirse con la falsa ciencia, por ello a todos nos compete instruirnos debidamente y no creernos ni impresionarnos por revistas o programas ostentosos que nos lavan o nos ensucian el cerebro con falacias y mentiras vestidas de científicas.

No nos extrañe ni escandalice tampoco que nunca la Santa Sede haya condenado esa teoría porque lo que interesa a la Iglesia es defender la verdad y sólo condena cuando el autor pone claramente en entredicho la palabra de Dios o combate la fe.

ASE

Junio 2009